Yo quería ser compositor, escribir y cantar con una guitarrita, así fuera en las busetas.
Quería ser músico, pero no estoy hecho para la perfección de ese lenguaje matemático que resume la armonía del cosmos en sonidos y silencios.
De niño escuchaba unos casetes viejos que papá trajo de estados unidos con una colección de melodías mejicanas y españolas. Me dormía con un parlante en cada oreja intentando identificar el sonido exacto de cada instrumento.
Después encontré en los tambores mi primer acercamiento al compás y casi casi al ritmo. Pero nunca alcancé a ejecutar una melodía. En venganza armé un grupo de veinte muchachos con tarros y baldes que salían a hacer escándalo en fiestas populares y verbenas. Yo jugaba con el redoblante y me divertía amanecer sordo al día siguiente.
Cuando tuve que escoger entre la música o el teatro, me decidí por la literatura. Pero ninguna de esas religiones me aceptó en su séquito. Me tiraron la puerta en la cara y me quedé esperando turno por un lustro hasta que entendí que nunca me abrirían.
Soy un diletante, un mal aprendiz, un mero aficionado.
He brincado de de bailador a muñequero, de contador de historias a maromero, de escribano a representador. Corrijo textos y les pongo monachitos para imprimirlos. Mi cuerpo todavía guarda el amaneramiento del ballet, la sobregestualización del recitador y la moral del atracador. Años de entrenamiento, de pantomima y de brincadera me dejaron las piernas torpes, las manos lentas y las rodillas adoloridas. Los oídos martillados impedidos para ejecutar un instrumento, la vista desviada, el olfato acabado y el gusto simplón. Solo me queda un mal desarrollado sentido de la memoria, pero cambiaría la visión por atrofiar esta maquinita de recuerdos.
¡Reto a dios a que juegue como un verdadero ingeniero para que me reinicie el disco duro a ver si es tan macho!, lo reto a que me borre la memoria, le cambio otra costilla para que me haga olvidar de todo lo que hice y especialmente lo que dejé de hacer. Lo reto a que me obligue a olvidar a ver si así algún día me puedo perdonar.
Reto a dios a que me borre de un plumazo cada uno de mis recuerdos, a que me quite la memoria como me quitó todo lo que construí con tanto esmero; así completará su tarea, me quitará el único patrimonio que me queda y me veré obligado a fantasear para poder llenar de letras estas hojas.
Lo reto o mejor le suplico que se apiade de mí y me permita olvidar esta historia, que me dé el privilegio de poder mirar hacia adelante, que me quite el peso de tantos años de acumular discursos, que me permita dormir cada noche sin tener que hacer un recuento de una película sin desenlace.
Reto a dios a que me haga olvidar.
Pero este dios además de envidioso es ególatra, sé que no se conforma con mi oferta, prefiere verme padecer y cada día aumenta mi colección de recuerdos. No tengo nada que le pueda interesar a un dios, por eso no escucha mi súplica y me deja naufragando en mis recuerdos de donde salen estas palabras desordenadas.
Si por lo menos mis recuerdos se convirtieran en melodías mágicamente como parecen lograrlo los jazzistas en sus trances, si por lo menos pudiera silbar la melodía de alguna añoranza, todo esto dolor valdría la pena.
Pero mi cuerpo es arrítmico, mi imaginación antimelódica y mi palabra desacompasada. No fui compositor, ni músico ni intérprete. Soy un obrero del oficio de la palabra y pego ladrillos que terminan construyendo adefesios ideológicos para ganarme cada jornal.
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