Título: Los colores de la montaña.
Director:
Carlos César Arbeláez
¿Qué
pasa cuando unos niños campesinos pierden el único balón de la vereda en un
campo minado? Es la pregunta que desarrolla
la película Los colores de la montaña.
La
preocupación de los niños por recuperar su balón, su única pertenencia y su
tiquete a la diversión contrastado con el riesgo de perder la vida por algo tan
insignificante, es la metáfora que plantea Carlos César Arbeláez en esta historia.
Los
colores de la montaña logra recrear el universo de los niños campesinos en
algún filo de las cordilleras colombianas,
donde el territorio es disputado por guerrilleros, paramilitares y ejército quienes aparecen
como un telón de fondo, como unos
personajes fantasmales casi sin rostro
que bajan a la vereda y están sin que nadie los vea, sin que nadie los nombre.
Los
campesinos son obligados a alinearse en algún bando para “proteger” su
vida. El temor llena los escenarios cotidianos
de la gente, irrumpe en el ordeño, se
mete por las rendijas de las casas de madera y llega hasta las paredes de la
escuela. El miedo es la mejor arma de
dominio en este pedacito de Colombia perdido entre las montañas.
En
medio de la zozobra aparece la dignidad de quienes deciden no participar en la
guerra: el campesino (Hernán Méndez) que se niega a rendirle cuentas a algún comandante
o la profesora (Natalia Cuellar Giraldo) que decide tapar los grafitis de los
violentos con un mural pintado por lo niños.
Y
al parecer ganan los violentos porque la recién llegada profesora Carmen debe
abandonar la vereda por “atreverse” a entrar
en la lucha simbólica y tapar un grafiti de un grupo armado con un mural donde
los niños pintan el paisaje de la vereda. Y el campesino que decide no asistir
a las reuniones resulta asesinado porque
en la guerra “quien que no está con nosotros está con en enemigo”.
Los
colores de la montaña no es simplemente una película sobre el conflicto armado
o el desplazamiento, es una bella narración
de la vida de los campesinos colombianos desde un ángulo conmovedor, desde el punto de vista de la inocencia de los
niños.
Manuel, Julián y Poca luz son tres niños campesinos atravesados por la
historia de Colombia. Uno solo quiere recuperar su balón, el otro tiene un hermano que se fue para la
guerrilla y al tercero le ponen apodos en la escuela por ser albino. Los tres comparten el amor por el campo y por
el fútbol, se divierten con los conejos y las vacas y buscan la manera de
rescatar su balón del campo minado sin medir el peligro. Son niños de carne y
hueso, inocentes creciendo en la montaña
que tendrán que despedirse por la llegada del terror a la vereda La Pradera.
Arbeláez
logra una historia bien armada, crea un
universo simbólico al poner los paisajes montañosos junto a los dibujos de Manuel
(Hernán Mauricio Ocampo) y al mural de los estudiantes que pintan casas, marranos,
vacas y nubes pero no a los uniformados.
En
medio de la tensión por la posible muerte de los niños al rescatar la pelota
del campo minado y de la desesperanza de los campesinos por dejar sus tierras y
salir en el primer carro hacia ninguna parte, la mirada honesta de los niños
prevalece esperando vencer al horror.
Aunque
parece excesivo el uso de fade out
para enlazar las secuencias, la narración
transcurre al ritmo del campo y la inminencia del horror que se aproxima,
logrando una narración compacta donde la música refuerza las atmósferas y el contraste
entre inocencia y terror, entre desilusión
y esperanza.
Los
colores de la montaña se convierte en una película necesaria para entender el conflicto
de los últimos sesenta años en Colombia porque no habla de víctimas ni
victimarios sino que pone de relieve el futuro del país ¿Qué nación harán cuando crezcan los niños
criados en medio de la guerra?.
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