Nací con
un roto en el corazón, aunque papá le
decía “un soplo”. Tengo una cicatriz en la rodilla desde la tarde que intenté
bajar mi cometa enredada en los cables de la luz. Otra cicatriz por la apendicitis. Otra en una
rodilla por los patines y una en la ceja por un columpio. Mi cicatriz más grande me atraviesa el
esternón y todos los días me recuerda la cirugía a corazón abierto que me
hicieron a los ocho años. Desde ese día no
he podido cerrarme el corazón.
Me
enamoré por primera vez a los dieciséis, por segunda vez a los dieciocho y sucesivamente
me enamoro año de por medio. El gran
amor de mi vida fue mi papá incluso más que mi mamá, siempre quise ser como él que decidió suicidarse cuando yo tenía quince
años. Todos mis amores fueron imposibles
de tener.
Vivo
eternos ciclos de enamoramiento y desenamoramiento. Una vez llegué a casarme y aprendí que cuando
no me desenamoro, ellas se desenamoran
irremediablemente, el ciclo se repite y
yo no lo puedo controlar. Cada desamor me ha dejado un nuevo hueco, mi corazón
es una coladera.
Me fui
acostumbrando a vivir pequeños instantes de felicidad, sin pretender un futuro juntos. Si repito un atardecer con la misma mujer lo
considero una bendita coincidencia pero no un designio. A veces me pregunto si no merezco ser
amado por más de un día, pero me evito la respuesta. A veces me pregunto si mi cuerpo puede ser más
que un muelle de descanso para viajeras cansadas, pero prefiero callar antes de encontrar la
verdad. Y en días como hoy que recuerdo
la partida de mi padre me pregunto por
qué no heredé su fuerza para decidir partir.
Nací
con un roto en el corazón y por eso nunca pude retener el amor.
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